El silencio. Aún es temprano y no se escucha nada. No escucho a mi vecina preparar el desayuno ni taconear como solía hacerlo cuando no estábamos en cuarentena. No ha llorado el bebé que vive en el tercer piso y que se desespera de estar encerrado en un espacio tan pequeño. Nada. Silencio. ¿Qué hora es? La luz apenas entra entre las cortinas, deben ser las 6 am.
Compré esas cortinas en los almacenes “ONLY”, una tienda popular entre los bogotanos donde se encuentran marcas colombianas a precios muy económicos. Es el almacén donde los estratos socioeconómicos bajos pueden conseguir buena calidad, y donde los estratos medios buscan el ahorro. Mi mamá me dijo: compra otra cortina para que oscurezca más, no le hice caso. Ahora me arrepiento. Fue lindo comprar cosas juntas para la mudanza por mi independencia. El silencio, a veces, me hace sentir sola. Este día me ha costado mucho levantarme de la cama, miro al techo, pienso. Llovió toda la noche. ¿Qué pasará con las personas que han sido desalojadas de sus viviendas durante la cuarentena? ¿Estarán en los albergues? ¿Se mojaría la gente que se quedó en sus casitas de lata?
Veo un video de gatos en internet y pierdo media hora deslizándome por historias de Facebook, inerte, solitaria, en silencio. Es curioso que tenga tiempo para eso y no tenga tiempo para hacer ejercicio. Las redes sociales son esclavizantes, nos consumen, nos atrapan y nos llenan de ansiedad. Son adictivas. Me resultan una buena forma de mantenerme informada, pero poco a poco me alejan de la realidad. Dejé de pensar, de estar triste, cuando abrí la aplicación móvil.
Tengo hambre, tomo un poco de granola con Yogurt mientras reviso los pendientes del día. La granola, un invento cruel y engañoso para bajar de peso. No es verdad, el cerebro lo cree, pero el cuerpo sabe cuántas calorías le están entrando. Las granolas hacen parte de esa industria de la estética que alimenta la esclavitud a las redes sociales, a la inconformidad consigo misma, a las frustraciones por no poder alcanzar los estándares de la sociedad.Estoy decidida a terminar la preparación de una conferencia que tengo pendiente hace semanas. Imposible. El silencio se interrumpe súbitamente por rancheras a todo volumen. Nunca había escucha música tan alta desde que vivo en ese pequeño apartamento, o habitación privada como le llama mi hermano. Una amiga que vive a 3 cuadras, también escucha la música, es insoportable. Descubro que se trata de un grupo de mariachis que van cantando por los barrios para que la gente les arroje dinero desde los edificios. Es la forma que han encontrado para ganarse la vida ahora que los actos culturales y de entretenimiento están cancelados por la emergencia sanitaria.
Es duro ver cómo sufren los colegas artistas, si antes la vida y la economía eran inestables, ahora la incertidumbre y el hambre lo son todo. Van con un parlante gigante en un grupo que se reduce a 4 personas, cuando un mariachi podría componerse de unos 16 músicos. Decidí disfrutarlo, tener paciencia y apoyarles, esta crisis debería hacernos más solidarios y tolerantes, sobretodo si las actividades de ayuda humanitaria nos son limitadas. Estuvieron allí casi una hora. Pensé que podría terminar mi conferencia. Imposible. Había compartido con mi abuelita la opción de una clase virtual de música para principiantes. Me llamó muy triste porque no lograba conectarse. Fueron dos horas intentando instalar zoom en su celular y su computador a través de una llamada telefónica. Que desespero. Es difícil hacer una orientación si no manejamos un lenguaje común. Otras veces habíamos probado ingresar a plataformas virtuales, y ella pudo hacerlo, pero lo olvidó, olvida muchas cosas. Es fácil perder la paciencia. Son los retos que asumen las personas mayores de 60 años que no pueden salir a la calle por las medidas presidenciales. Hay mucha molestia con esto de tratar a las personas adultas mayores como si fueran infantes incapaces de autocuidarse y continuar con su vida, como lo hacen “los más jóvenes”. Para quienes viven en solitario, como mi abuelita, la virtualidad es una oportunidad y una condena.
Finalmente lo logramos, nos sentíamos felices, pero la clase ya había terminado. Más tarde la llamé a pedirle disculpas por no tener suficiente paciencia para explicarle las cosas que a mi juicio, parecen básicas.